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  •    Mi naranja mecánica   

    Si bien me acuerdo, vi la película de Stanley Kubrick, La naranja mecánica, por primera vez a los 18 años. Debió ser en un ciclo de cine cultural, porque la película había sido estrenada en Londres nueve años antes, causando un escándalo instantáneo. Pero también es posible que la película haya tardado casi un decenio en llegar a Bogotá. En esas épocas, las películas y las traducciones se podían demorar un buen tiempo; ahora, en el nuevo milenio globalizado, sólo las traducciones llegan tarde a la Atenas suramericana, cuyo amor por las antigüedades es conocida.

    En todo caso, la película ya era legendaria cuando por fin llegué a la edad necesaria para verla. Había escuchado cómo mis padres conversaban sobre ella con sus amigos en las reuniones sociales. El consenso era que la película era enteramente moderna, por su temática, su lenguaje artificial y la música electrónica de Walter / Wendy Carlos (en casa teníamos uno de sus discos, Switched on Bach). Con su conjunción de tema y forma, la película había hecho el milagro de aterrizar el futuro en la Tierra como los viajes a la Luna no lo habían logrado. ¡El futuro era ahora! ¡Se podía ver! ¡Se podía oír!

    Así, las expectativas eran mayores cuando se apagaron las luces y vimos a los drugos de Alex en el bar lácteo Korova, piteando leche-plus con velocet, tratando de encontrar una respuesta a la pregunta ¿y ahora qué pasa, eh?

    En la escena en la que Alex asesina a la señora de los gatos con una escultura en forma de falo, mi novia me apretó la mano en silencio. Algo más de una hora después salimos de la oscura sala, confundidos. ¿Qué hacer con esa película? Mis hormonas y mi sentido de justicia, ambos en estado adolescente, se rebelaron. El final, en el que Alex vuelve a su perversa normalidad, me parecía inaceptable e indigno. Decidí entonces que mis mayores tenían razón: lo que importaba en la película era la manera cómo convertía un problema social en una solución estética. Podía estar de acuerdo en el plano estético, pero no podía aceptar la moraleja.

    El placer de las imágenes y los sonidos me llevaron a la sala de cine en las escasas ocasiones en las que la película volvía a mostrarse, y una vez incluso la alquilé en video, cosa que no se debería hacer con ciertas películas. Sin embargo, para mí era claro: 2001 Odisea en el espacio era una película completa, La naranja mecánica una película meramente “bonita” (impresionantemente “bonita”).

    Hasta que leí el libro, de Anthony Burgess, por primera vez, hace quizá unos 5 o 7 años. Fue una revelación. En la película, el lenguaje artificial de los drugos tiene un efecto cuasi-musical y le da cierta cadencia y forma a los diálogos de los delincuentes juveniles. En el libro, es efecto es inmediatamente alienante: las primeras páginas son prácticamente incomprensibles. El autor no es amable con el lector y hay una cierta violencia en la manera cómo nos obliga a apropiarnos de las categorías con las que el narrador presenta su mundo. Apenas se ha superado esta primera barrera lingüística, viene la violencia, narrada con cinismo. Y más violencia. Y más. Y cada vez peor.

    ULTRAVIOLENCIA. En muchos libros se encuentran descripciones de actos violentos, pero La naranja mecánica es diferente. Normalmente, la violencia en los libros tiene razones, de alguna manera u otra “objetivas”. Alex no tiene razones objetivas; ni siquiera tiene razones subjetivas de algún peso. La novela es ultraviolenta no porque sea especialmente cruda en sus descripciones, sino porque la violencia es una sinrazón ubicua. Alex es violento; sus drugos son violentos; la policía es violenta; los carceleros son violentos; el cura es violento; los políticos son violentos; el escritor y la organización política a la que pertenecen son violentos; todo es violencia. ULTRAVIOLENCIA.

    Esto es, claro, antes de que la ultraviolencia se convirtiera en moda; antes de las películas de Tarrantino y los juegos de computador creados especialmente para menores. En ese sentido, La naranja mecánica es un clásico contemporáneo: es una novela en la que una de las obsesiones estéticas más pronunciadas del arte contemporáneo, la presentación detallada de violencia gratuita, se inaugura al mismo tiempo que pregunta por la situación moral los individuos y de las sociedades. Y es por esta pregunta que la novela no es (como pensaba) una solución estética para un problema social, sino una reflexión sobre cómo un problema social se puede convertir en una preferencia estética.

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